Por Gabriel Rosenbaun
La entrevista está pautada para las 14:30, vía Skype. Apenas pasado el mediodía llega un mensaje de WhatsApp.
–¿Puede ser después de las 15:30? –pregunta Pablo Bruna.
–Sí, más vale. Avisame cuando estés listo y te llamo.
La situación no es distinta a la de otras mil ocasiones. Pasa todo el tiempo. Pero en este caso no lo es. Recién durante el diálogo aparecerán las razones. Y saltará el tema central de la entrevista con Pablo Bruna.
Pocos días atrás, el base de pelos multicolores contribuyó a cumplir el objetivo de Atenas: evitar el descenso del único equipo en haber participado en todas las ediciones de la Liga Nacional de Básquetbol.
La angustia ya quedó atrás. Y la vida sigue. Sobre todo la vida cotidiana, sin triples, asistencias, defensas ni señas para indicar una coordinación de ataque fijo.
A kilómetros de distancia de las comodidades que casi siempre se dan por descontadas para un deportista profesional, la realidad sacude y obliga a buscar otro tipo de respuestas.
Y Bruna está lejos de querer esconderlo.
–Antes de tu llegada a Atenas recuerdo haberte retuiteado ofreciendo servicio de remisse y fletes. ¿Estuviste efectivamente laburando en otra cosa?
–Sí, de hecho recién te cambié el horario de la nota porque me salió un viaje y no quería perderlo. Ja. En mayo, en plena pandemia, empezamos vendiendo budines con mi mujer, Vanesa. Cuando ella pudo volver a abrir la peluquería, que está en casa, también la ayudé con eso: he lavado y secado el pelo. Y como hace un tiempo me las había rebuscado en Uber, ella me dijo que podríamos ver si conseguíamos algo de eso, en el rubro envíos, porque eso se había reactivado mucho por la pandemia.
–¿Y funcionó?
–Sí. Inclusive, después me ofrecieron dos laburos permanentes: uno, en una empresa; el otro, de un hombre que hace espejos. Y justo salió lo de Atenas y pude volver a lo mío. Y no soy sólo yo: salvo muy pocos jugadores de la Liga Nacional, el resto de los basquetbolistas tienen que hacer algo extra, porque está complicada la mano.
–En esto de «vender el producto Liga», por ahí tenemos cosas de las que no se hablan. ¿Podés profundizar sobre esto?
–La pandemia fue un sopapo para muchos. De un día para el otro no hubo más Liga y no sabíamos hasta cuándo no íbamos a jugar o a tener un contrato en un equipo. Obviamente, tiene muchísimo que ver el acompañamiento que tengas para afrontar esa situación. Yo tuve el acompañamiento y el sostén de mi mujer, acá en Buenos Aires, y eso fue clave. Ella tampoco podía abrir la peluquería, apenas comenzó la cuarentena, así que nos pusimos a la par a pensar cómo conseguir plata.
–Vos no podías entrenar ni volver a jugar, ella no podía abrir la peluquería. ¿Qué fue lo primero que surgió?
–Lo de los budines. Lo hicimos un tiempo y nos dio una mano en lo económico. Pero más allá de eso, también elegí ir a un psicólogo. Creí que lo necesitaba, más allá de lo laboral, por todo lo que estaba pasando. Me hizo muy bien, me ayudó muchísimo. Hablé cosas de las que nunca hablaba. Cuando estás en la vorágine de entrenamientos y partidos no te tomás un minuto para ver lo que te pasa: lo que le pasa al cuerpo, a la mente. Me hizo dar cuenta de que hay un mundo afuera de la pelota y se pueden hacer otras cosas.
–Y en ese mundo que estaba fuera de la pelota, ¿qué cosas te sacudieron o te llamaron la atención?
–Me llamó la atención que al basquetbolista siempre lo llaman. En cambio, para laburar tenés que salir a ganarte el mango. Parece natural para cualquier trabajo, pero el deportista no está acostumbrado. Yo nunca llevé un currículum a un club. En terapia me decían: “Tenés que saltar esa barrera, saber que a veces te va a ir bien, a veces te va a ir mal, y en definitiva encontrar lo que te gusta”. Esto de los fletes o repartos no es algo que elegiría para el resto de mi vida, pero lo hago con una sonrisa, en mis tiempos.
–¿En qué consiste específicamente ese laburo?
–Yo tengo una EcoSport. La lleno de cajas y salgo a repartir. Así de simple. Laburé con una persona que hace regalos de decoración, con otra chica que prepara desayunos sorpresa y otra persona que compra y vende repuestos de autos de alta gama. Los conocidos siempre me daban una mano. Y así fui haciendo la clientela.
–Imagino que en alguna conversación, cuando contás que sos basquetbolista profesional, más de uno se debe sorprender viéndote laburar con la camioneta.
–Claro. Empezás a charlar con la gente y se sorprenden de cómo llegaste a la situación, porque creen que un deportista profesional «está sobrado», tiene plata. Y no. Yo no me quejo, pero vivo al día. La carrera de basquetbolista me puede durar, con suerte, hasta los 40 años. Y materialmente lo único que tengo es mi auto. Y si dejo de jugar, en dos meses me quedo sin plata. Ésa es la realidad: me atrevo a decir que cerca del 80 por ciento de los basquetbolistas argentinos vivimos al día.
–Para muchas otras personas, ir a remarla todos los días y golpear puertas es algo natural. Pero uno tiende a pensar que el deportista profesional está lejos de eso.
–Sí, claro. Y como deportista, cuando tenés que salir a la calle a veces sentís que no servís para nada. Vas a buscar un laburo y te decís a vos mismo: «¿Pero qué voy a hacer yo, si sólo sé jugar al básquet?». No llegó a ser un bajonazo ni una depresión, pero me hice muchas preguntas en los últimos meses antes de poder volver a jugar. En muchas noches, al principio de la pandemia, charlé un montón de horas con mi mujer. Y yo le decía que siento que sólo sé jugar al básquet. Después te das cuenta de que sabés hacer cosas de la casa. O las aprendés. Pero tenés que voltear esa pared.
Fotos: La Liga Contenidos